Desconfiamos de la épica: sospechamos que el relato épico nos escamotea alguna cosa.
Por un lado la narración épica oculta las tareas de producción social necesarias para sostener la vida y el trabajo de sus protagonistas (asistir, cocinar, limpiar, cuidar a los churumbeles, amar, consolar, escuchar…) Tareas feminizadas en muchos casos, que rara vez aparecen en el relato épico; rara vez se menciona la intendencia o la retaguardia de la batalla. Pero sobre esto hablaremos más extensamente en otro momento.
Por el otro, el relato épico torna invisible aquello que se pierde en la victoria. Sobre esto nos explayaremos aquí a propósito de la segunda escena de «Bellvitge rol en vivo» que hemos titulado «El boicot a las obras».
Desde que nos interesamos por la conmemoración del 50 aniversario del barrio de Bellvitge, por los modos en que se construye su memoria, hemos tenido esa sospecha. En Bellvitge, como en tantos otros barrios obreros construidos al calor del desarrollismo a finales de los años 60 y principios de los 70, se comparte una visión hegemónica del barrio, un relato sin fisuras que corre de boca en boca, que podéis escuchar tan pronto como preguntéis a cualquier vecino por su memoria: cuando llegaron no había nada, ni servicios, ni equipamientos, ni asfalto en las calles, ni parques, ni alcantarillas… sólo había bloques, barro y ratas; fue gracias a la lucha tenaz de los vecinos, a las acciones de protesta —como la que inspira «El boicot a las obras»— que consiguieron dignificar sus condiciones de vida.
¡Cuidao! no se trata de que este relato —que, por otra parte, las voces instituidas del barrio también se encargan de amplificar y diseminar— sea falso ¡ni mucho menos!: las personas que lucharon por mejorar los barrios, que dedicaron sus fuerzas y su creatividad ¡que se jugaron verdaderamente el tipo! merecen todo nuestro respeto y reconocimiento.
El problema es otro, la cuestión no es del orden de la verdad, sino de lo que se hace visible o no, de aquello sobre lo que se pone el foco o no: podemos decir que el final del régimen franquista vino acompañado de la desmovilización del asociacionismo vecinal; los partidos de izquierda, que en la clandestinidad habían apoyado e impulsado las luchas vecinales, emprendieron una política de pacto social a fin de no desestabilizar la incipiente y frágil democracia. Los movimientos vecinales quedaron supeditados a las lógicas electoralistas de los partidos —y de hecho, no pocos líderes vecinales pasaron a integrarse en sus cuadros de mando primero y a ocupar cargos públicos después—.
Más adelante, ya en los años 80 y bajo mandato socialista, las políticas culturales democratizaron el acceso a la cultura, pero de rebote tuvieron el efecto pernicioso de neutralizar aquellas experiencias de autoorganización ciudadana en la gestión de la vida social y cultural de los barrios, y a la postre, convertirían la cultura en un producto de consumo.
Las conquistas sociales se alcanzaron reclamando derechos a la administración, reclamando equipamientos y servicios, pero también se alcanzaron tomándolos: mediante formas autónomas de organización se crearon espacios sociales, culturales y servicios públicos donde no había nada.
Estas son cuestiones que apenas emergen en el relato de la historia del barrio y que no tienen una presencia sustancial en el imaginario colectivo. De hecho, en muchas ocasiones, hablando con vecinos y vecinas, la historia del barrio parece acabar a finales de los años 70. Pareciera que en aquel momento se hubiese alcanzado el grueso de las conquistas sociales y que todo lo que vino después no fuese digno de mención, que no mereciese ser narrado porque carece de la épica necesaria para crear consenso social.
La democracia se instauró al precio de un consenso que no era tal: en Bellvitge, de nuevo como en tantos otros barrios de las periferias urbanas y obreras del estado español, se oían entonces voces divergentes, grupos y movimientos «radicales» que no aceptaban el precio a pagar por la democracia; entre otros motivos porque el cambio de régimen no comportó una mejora inmediata y sustancial en las condiciones de vida de las clases más empobrecidas. El nuevo «espacio de convivencia y libertad» que abría la democracia, opuesto a la polarización ideológica que había llevado al país a la confrontación, se sustentaba —y se ha sustentado hasta hoy— en un régimen específico de representación que demarca aquello que es visible, decible y pensable.
No se trata de «reabrir heridas», haciendo uso de una expresión habitualmente empleada para sostener ese régimen de representación del que hablábamos, sino de incorporar la diferencia y la multiplicidad al relato o, mejor dicho, a los relatos.
Los hechos en los que se inspira «El boicot a las obras» constituyen uno de los mayores logros de las luchas vecinales en Bellvitge: gracias a las acciones de protesta se logró paralizar la construcción de 29 de los 32 edificios proyectados; sin embargo, esos tres edificios que finalmente sí fueron construidos pusieron de relieve las diferencias entre los sectores del barrio que aceptaron su construcción para no poner en riesgo las conquistas alcanzadas, y quienes abogaban por no ceder ni ápice en el cumplimiento del lema «Ni un bloque más», que había encabezado hasta entonces las protestas.
El pasado no es algo que tan sólo recordamos (para repetirlo o para no repetirlo); el pasado es algo que construimos y que actúa en el presente, que nos afecta ahora y que forma parte de nuestro devenir.