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Los usos de la cultura
18.2.09


De un tiempo a esta parte, las relaciones entre la cultura y la economía han centrado el interés de investigadores, tanto del campo cultural como del económico y el político. El recurso a las ‘industrias culturales’ primero, y a las ‘creativas’ en la actualidad, como motor económico local y regional ha entrado de pleno en las agendas de los responsables políticos y de los inversores. En nuestro contexto son bien conocidas las investigaciones de YProducciones al respecto. Sin embargo nos parece que aún no se ha profundizado en el análisis de las repercusiones sociales de las políticas de ‘regeneración urbana’ a través del fomento de estas industrias. Dicho análisis suele ceñirse a cuestiones intrasectoriales (la precarización y flexibilización extremas del trabajo en cultura) o al desplazamiento poblacional asociado a los procesos de ‘gentrificación’ que acompañan a su vez al surgimiento de los ‘distritos creativos’.

Intuimos sin embargo que la implementación de modelos económicos fundamentados en la cultura y la creatividad comporta desigualdades sociales aún más profundas. Recientemente descubríamos el trabajo del grupo de investigación Social Impact of the Arts Project (SIAP) de la School of Social Policy & Practice de la Universidad de Pennsylvania, que ha realizado sus investigaciones en el área metropolitana de Philadelphia centrándose en los vínculos entre «la estructura del sector creativo, las dinámicas de la participación cultural, y la relación de las artes con el bienestar comunitario». En un documento publicado en 2008, titulado From Creative Economy to Creative Society (pdf) el equipo del SIAP, formado por Mark J. Stern y Susan C. Seifert aboga por una especie de «tercera vía» alternativa a las políticas meramente economicistas de fomento del sector creativo y a las políticas de desarrollo cultural comunitario tout court.

Su propuesta se basa en el fomento y cultivo de lo que ellos llaman, haciendo uso de lo que parece un oximorón de tomo y lomo, «distritos culturales naturales». No acabamos de pillar del todo la diferencia entre estos «distritos culturales naturales» y lo que, por oposición, serían ‘distritos culturales artificiales’, pero nos parece que el análisis en el que se fundamenta la propuesta del SIAP apunta algunas reflexiones a tener en cuenta: Primeramente Stern y Seifert señalan que la mayoría de las políticas de regeneración urbana mediante el fomento de las industrias creativas recaen en una concepción errónea de la creatividad según la cual ésta sigue siendo entendida como un don innato del que gozan unos pocos individuos escogidos. Por el contrario, los procesos creativos pueden ser entendidos como procesos colectivos que dependen de una compleja infraestructura de redes sociales y espaciales. Es en este sentido que Stern y Seifert proponen definir el sector cultural como un «ecosistema» -un término calcado al que utiliza, en un sentido similar, Reinaldo Laddaga en su Estética de la emergencia-.

La concepción individualista de la creatividad viene asociada a lo que Stern y Seifert denominan «winner-take-all labor markets«, es decir, mercados laborales en los que unos pocos elegidos obtienen extraordinarios beneficios frente a una gran mayoría cuyo trabajo no sólo es escasamente remunerado, sino que además carece de reconocimiento y es invisibilizado. Como el mismísimo Richard Florida observaba en 2005, tan sólo tres años después de la publicación de The rise of the creative class -el libro que siguen casi a pies juntillas la práctica totalidad de las políticas de fomento del sector creativo que comentamos-: «Quizás la más destacada de lo que considero las externalidades de la era creativa tiene que ver con el aumento de la desigualdad social y económica. Menos de un tercio de la fuerza de trabajo -la clase creativa- está empleada en el sector creativo de la economía. […] Y lo que es aún más desalentador, la desigualdad es considerablemente más acentuada en las regiones creativas líderes. […]La economía creativa está dando lugar a una pronunciada polarización social y política.«

Nos parece que en su estudio Stern y Seifert no profundizan suficientemente en los procesos de los cuales resulta esta polarización social. Siguiendo las enseñanzas de Florida, los responsables políticos de las ciudades con pretensiones globales se han lanzado a una desaforada competición; en esta singular carrera las ciudades exhiben y ofrecen sus encantos con objeto de atraer a los miembros de esa clase creativa que han de convertirse en motores del desarrollo económico. Pongamos por caso Barcelona, bastaría con recordar las recientes declaraciones del alcalde Jordi Hereu a propósito de la fuga a Berlín de la feria Bread & Butter. Recordemos que la capital alemana ofrecía a los organizadores de la feria el antiguo aeropuerto de Tempelhof como recinto; ante esta oferta el alcalde Hereu aseguraba que no entraría en una puja, pero que si algo tenía que ofrecer Barcelona era la ciudad misma, al completo, «una ciudad maravillosa«, decía.

La ciudad en sí misma se ofrece como el escenario del trabajo y de la actividad económica en la era de la creatividad, entre otras cosas porque el trabajo creativo no se realiza ya en un tiempo y un espacio concretos, como bien sabemos. La ciudad se ofrece pues como escenario para un estilo de vida-trabajo. La pregunta que Stern y Seifert no acaban de formular es ¿quién se encarga de mantener y de poner a punto ese escenario?¿quién hace funcionar la sala de máquinas del estilo de vida de las clases creativas?¿y cual es el coste social de esa división del trabajo? Mientras las clases creativas disfrutan de un estilo de vida que es en sí mismo un modo de producción -de manera que placer y trabajo aparecen indisociados- en el entorno «maravilloso» de los distritos culturales y tecnológicos de los núcleos urbanos, esos dos tercios de la población a los que hacía referencia Florida y que no se ocupan en las industrias creativas -entre los cuales se encuentran los encargados de mantener la fábrica inmaterial que es la ciudad- habitan en otras partes de las áreas metropolitanas.

Este matiz espacial no sería relevante de no ser porque es ahí donde se produce una curiosa disimetría respecto a la intrumentalización de la cultura: mientras que en los distritos creativos es utilizada como un recurso económico, capaz de generar valor simbólico y dinerario, en la periferia de los núcleos urbanos la cultura es utilizada como recurso en un sentido completamente diferente: Se pretende que, a través de las políticas de «cultura de proximidad» o de «desarrollo cultural comunitario», la cultura actúe como una especie de aglutinante social que sin saber muy bien cómo, mejore las condiciones de vida de dichas comunidades y especialmente de los colectivos considerados en «situación de riesgo» o de «atención especial», entre los que se cuentan habitualmente los jóvenes, las mujeres o los migrantes. En un artículo publicado en 1995 y titulado Aesthetic evangelists: conversion and empowerment in contemporary community art, Grant Kester examinaba lo que él denomina «la economía moral» de las prácticas artísticas comunitarias; es cierto que su análisis está muy enraizado en el contexto estadounidense, pero podemos extraer algunas conclusiones útiles para nosotros: su principal objetivo es señalar «hasta qué punto aquellos de nosotros comprometidos con una práctica cultural progresista podríamos estar corroborando inadvertidamente ciertos rasgos estructurales de posiciones conservadoras«. Esta duda o sospecha tiene un extenso recorrido que Kester desgrana meticulosamente a lo largo del artículo (que merece una lectura detenida). Esta sospecha se fundamenta en la idea de que la economía moral de la época victoriana persiste en las prácticas de algunos artistas que trabajan con comunidades; esto es así cuando dichas prácticas dan por sentado, de manera más o menos implícita, que «las «causas» de la pobreza y la pérdida de agencia son principalmente individuales en lugar de sistémicas. Dentro de esta dinámica, el sujeto de la reforma (el «pobre», el «indigente», etc.), es entendido como una especie de recurso o material en bruto que ha de ser transformado«. Tal y como aclara muy bien Kester, «nadie se opondrá a que alguien sea capaz de dar un giro positivo a su vida, sin embargo lo que es potencialmente sacrificado con este testimonio es el reconocimiento de que la gente no carece de un techo simplemente por causa de su baja autoestima, sino por causa de un rango entero de fuerzas políticas y económicas que [el pensamiento conservador] ansía oscurecer y naturalizar«.

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