Y como viene a pelo, nos descolgamos ahora con un texto de esos que han quedado un tiempo olvidados en los Favoritos de nuestro navegador. El texto es de mediados de los 90 pero no ha sido traducido al español hasta hace sólo un par o tres de años por la gente del proyecto Trama, a quién debemos agradecérselo. Bajo el título “Cómo brindar un servicio artístico: Una introducción“, Andrea Fraser analiza las consecuencias, tanto económicas como políticas, que tiene para los artistas la práctica de lo que se ha caracterizado como “proyectos artísticos”. Dando por sentado que no existen rasgos temáticos, ideológicos o procesuales comunes a este tipo de prácticas, Andrea Fraser llega a la conclusión de que lo que parecen compartir es el hecho de que todas “implican el consumo de una cantidad de trabajo que, o es superior a, o independiente de, cualquier producción material específica, y que no puede ser llevado a cabo como, o junto con, un producto“. Es decir, lo que caracteriza al trabajo en “proyectos artísticos” podría reducirse a un modelo económico: la provisión de servicios (como opuesto a la producción de bienes).
Esta tipologización serviría por un lado para establecer una pauta en las relaciones profesionales de los artistas con las instituciones, sin embargo, por otro lado pone de relieve una controversia no siempre evidente. En palabras de Andrea Fraser: “La lógica de la cuestión es bastante clara. Estamos demandando honorarios como compensación por trabajar dentro de organizaciones. Los honorarios son, por definición, el pago por servicios. Si estamos, pues, aceptando un pago a cambio de nuestros servicios, ¿eso significa que estamos sirviendo a aquellos que nos pagan? Si no, ¿a quién estamos sirviendo y sobre qué base demandamos el pago (y deberíamos demandarlo)? O, si es así, ¿cómo estamos sirviendo (y qué estamos sirviendo)?“. Es decir, lo que está aquí en juego es la “autonomía” del artista para “expresar opiniones críticas y comprometidas en actividades controversiales”. Por nuestra parte nos preguntamos si el de los artistas no es en cierta medida un servicio público e incluso hasta qué punto los museos y centros de arte no proveen a su vez de ciertos servicios a los artistas: la provisión de recursos y medios de producción sea tal vez el más evidente, pero también nos referimos a la provisión de un contexto de difusión, consumo y de lectura.
Andrea Fraser distingue la práctica artística entendida como provisión de servicios, de otro tipo de actividades que designa como producción de “contenidos” (pone como ejemplo “la educación o la seguridad en un museo“). De entrada podemos estar de acuerdo en esta categorización pero ¿qué sucede cuando la provisión de “contenidos educativos” se convierte en un ejercicio de crítica institucional (y en una práctica colaborativa para un sitio específico)?¿no se debe deparar el mismo grado de autonomía a este tipo de actividades que a la práctica artística?
Hace unas semanas, durante la mesa redonda de las jornadas para Técnicos Municipales de Artes Visuales organizadas por la Diputació de Barcelona y tras nuestra narración de todos los conflictos y cortapisas con los que nos hemos topado en la realización de projecte3*, Lidia Dalmau, del colectivo Sinapsis, nos hacía esta pregunta: ¿Hasta qué punto no éramos nosotros mismos los “culpables” (haciendo énfasis en el entrecomillado) de esta situación de conflicto y desacuerdo? Desde luego la pregunta es absolutamente pertinente y merece una respuesta extensa y compleja, pero una de las claves para responderla tal vez esté en que no entendemos la educación tanto como la provisión de unos contenidos educativos que responderían a unos objetivos prefijados sino como una práctica cultural en toda regla, lo que incluye comprometerse en “actividades controversiales”, o si no ¿para qué sirve la cultura? y ¿para qué debería servir la educación?